Los vendendedores salivan cuando piensan en sus jugosos aguinaldos.
Pronto me torturarán al pedirme que ponga los dichosos foquitos al árbol y yo plañiré a grito pelado...pero igual terminaré poniéndolos.
No me gusta diciembre, hay un aire nostálgico que me asfixia. Odio los villancicos con todo mi ser, odio escuchar El niño del Tambor mientras devoro tranquilamente una pizza en el área de comida rápida de algún centro comercial (dicha canción me transporta directamente al infernal sexto año de primaria, cuando me pidieron que fuera el ángel en la pastorela, y sí, es una de las cosas que quiero borrar de mi memoria).
Antes no era así. Yo era la primera en colocar los adornitos, en cantar con singular alegría villancicos; Navidad significaba dormirse tarde, ponerse un vestido "de fiesta", tomar un sorbo de vino, bailar y tener regalos al día siguiente. Saltaba de la cama y corría a la sala. Enfrente del árbol cerraba los ojos... "Uno, dos... ¡tres!" Los abría. Ahí estaban, cuadrados, triángulos envueltos en papeles con renos y bastones estampados; distintas formas y tamaños.
Navidad viene de la mano del fin de año, de todas esas cosas que no hiciste... de todo lo que tendrás que hacer... El tiempo pasa sin consideración. Tic, tac. Un año más.
Esas cosas no las analizas cuando tienes 9 años. Entre otras cosas que tampoco analizas, tu escala de felicidad llega al máximo cuando llega un día en el que puedes hacer lo antes descrito.
Para dejar a un lado mi lado grinch y entrar en el espírítu navideño les dejo una bonita imagen de mis pasadas vacaciones: Santa vacacionando.
¿Por qué Santa cargaba sus pantalones? ¿Por qué se tambaleaba junto a la alberca mientras agitaba una mano gritando "Todos son unos malditos bastardos"? ¿Y Rodolfo el reno? Oh, Dios, no lo sé. Pero es Santa. No lo cuestionaré. Lo que menos quiero es que no me traiga mi curso para aprender finés subliminalmente y el resto de las cosas de mi lista de regalos.